Kurt Tucholsky nació en Berlín en 1890 en el seno
de una familia tradicional judía. Su niñez quedó impregnada de los paisajes
costeros de la ciudad portuaria de Stettin, de las extensas planicies del
interior y del Plattdeutsch, el
bajo alemán que escuchaba en boca de la familia paterna.
Kurt fue, en el instituto, un joven convencido de
su superioridad. Leía los periódicos de la izquierda radical, a Rousseau y a
otros autores sospechosos de subversión. Fue un inadaptado del que sus
compañeros se reían con frecuencia y cuyos profesores apenas podían mantener
bajo control. Se quejaba de que el sistema educativo no les hubiera enseñado nada,
“ni a pensar correctamente, ni a observar
y actuar correctamente, ni a trabajar correctamente”. Mientras tanto, en su
casa cada libro adquirido era celebrado como si se tratara de la conmemoración
de un gran festejo.
Con la herencia que le había dejado su padre se
matriculó en la universidad de Berlín en 1909 para estudiar la carrera de
derecho. En 1911 publicó sus primeros artículos, donde fueron despuntando dos
temas que no pudo abandonar hasta su muerte: el ejército y la guerra. En 1912
escribió además una narración corta de notable éxito: Rheinsberg. Se convirtió, además, en uno de los críticos literarios
más reconocidos de la República de Weimar.
Como oficial y director de un periódico castrense, se
adaptó de manera oportunista a la guerra, considerándola como “una etapa agradable”, “una hermosa guerra” donde no tuvo mucho
que hacer. Al terminar comenzó a trabajar en varios proyectos de organizaciones
que lucharon activamente contra el conflicto. Fue, junto con Carl von Ossietzky
y Albert Einstein, uno de los socios fundadores de la Liga Alemana para los
Derechos Humanos que promovió el movimiento Nie-Wieder-Kreig
(Nunca-Más-Guerra) que llegó a
congregar cientos de miles de personas en algunas de sus manifestaciones.
Tucholsky se entregó entonces a la escritura en
todas sus formas: lo mismo daba si era por medio de un artículo, que de
poesías, glosas, caricaturas o recensiones de libros y obras de teatro. En
ellos Tucholsky alertaba una y otra vez de la corrupción entre jueces, de una
justicia elitista y del peligro que suponía un ejército enquistado en sus
principios nacionalistas y reaccionarios. Su humor punzante y su lenguaje
descarnado hacían el resto.
La crisis de 1923 –la inflación no cesaba de crecer
y para finales de año el dólar se cambiaba por 65.000 millones de marcos de
papel– le obligó a tomar el camino de París para trabajar como corresponsal. Es
allí donde escribe, después de tomarse unas vacaciones en el Pirineo, Un libro pirenaico, un libro de viajes inusual,
donde incide más en el paisaje humano que en el agreste y montaraz de la
montaña.
Después de andar varios años con problemas
respiratorios que no conseguía superar y que le impedían rendir de una manera
digna en su trabajo diario, los últimos años de su vida los dedicó al único
tema que ya le obsesionaba: el reconocimiento de Ossietzky como Nobel de la
Paz. El 21 de diciembre de 1935 su secretaria lo encontró inconsciente en su
despacho y fue inmediatamente ingresado en una clínica donde murió poco antes
de la 10 de la noche. En 1936, un año después de la muerte de Tucholsky, le
concedieron el Premio Nobel de la Paz al todavía preso Carl von Ossietzky, que murió
un par de años más tarde como consecuencia de las enfermedades adquiridas en
ella.
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